
Corría el año 1990 cuando Carlos Sainz, un joven piloto madrileño con una ambición desbordante y una determinación poco común, escribió la primera gran página de su leyenda en el Campeonato del Mundo de Rally (WRC). El escenario no podía ser más exigente ni mítico: el Rally Acrópolis, una de las pruebas más duras y respetadas del calendario mundialista.
Sainz, al volante del inolvidable Toyota Celica GT-Four ST165, logró lo que ningún piloto español había conseguido hasta entonces: una victoria absoluta en una prueba del campeonato del mundo. A su lado, inseparable y cómplice en cada tramo, estaba Luis Moya, su copiloto gallego, que desde el asiento derecho marcaba el ritmo y mantenía la concentración en medio del polvo, las piedras y las inclemencias del terreno griego.
La edición de aquel Acrópolis fue particularmente exigente. Las altas temperaturas, los tramos llenos de rocas afiladas y el desgaste extremo de las mecánicas ponían a prueba tanto a pilotos como a vehículos. La dureza de las especiales griegas era conocida por todos en el campeonato, y terminar la carrera ya era en sí mismo un logro. Pero Sainz y Moya no solo supieron resistir, sino que impusieron un ritmo demoledor desde el inicio. A lo largo de los tres días de competición, fueron ampliando su ventaja frente a rivales de la talla de Juha Kankkunen, Didier Auriol o Ari Vatanen, todos ellos figuras consagradas del Mundial. La victoria en Grecia no solo fue importante por lo que significó en el palmarés del piloto español, sino también por lo que representó para el automovilismo nacional en su conjunto. Hasta ese momento, España no tenía tradición de éxitos en el Mundial de Rally. Con este triunfo, Sainz rompía una barrera histórica y abría la puerta a una nueva generación de aficionados y futuros pilotos. La repercusión en los medios de comunicación fue enorme. Las imágenes de Carlos Sainz y Luis Moya celebrando la victoria dieron la vuelta al país y provocaron un auge en el interés por el mundo de los rallies.
El Toyota Celica, por su parte, se convirtió desde entonces en un icono para los seguidores del motor. Con su tracción total, su robustez y su potencia, demostró ser el arma perfecta para conquistar terrenos tan extremos como los del Acrópolis. A partir de ese momento, el binomio Sainz-Celica se consolidó como una combinación ganadora que daría mucho que hablar durante toda la temporada. Aquel 3 de junio de 1990, Carlos Sainz no solo sumó su primera victoria mundialista, sino que envió un mensaje claro al resto del campeonato: había llegado para quedarse. Ese mismo año, tras otras actuaciones memorables en pruebas como Nueva Zelanda o el Mil Lagos, el madrileño acabaría proclamándose Campeón del Mundo, convirtiéndose en el primer español en lograrlo. La gesta fue recibida con entusiasmo y marcó el inicio de una carrera llena de éxitos, títulos y momentos inolvidables.
Hoy, más de tres décadas después, aquel triunfo en el Rally Acrópolis sigue siendo recordado con emoción por los amantes del motorsport. La imagen de Sainz y Moya subiendo al podio, cubiertos de polvo pero exultantes de felicidad, forma parte de la memoria colectiva de todos aquellos que vibraron con la gesta. El Rally Acrópolis 1990 fue mucho más que una victoria puntual. Fue el punto de partida de una trayectoria que llevaría a Carlos Sainz a convertirse en uno de los grandes referentes del automovilismo internacional. También fue el momento en que España, por fin, comenzó a soñar en grande dentro del mundo del rally.